El asco que me da que un viejo me diga «guapa» por la calle mientras invade mi espacio personal es inversamente proporcional a mi capacidad de intimar emocionalmente con hombres cisgénero heteronormados.
Con cada violencia adicional, se acumula la desconfianza. La desgana, el miedo o el desinterés incrementan a medida que el patriarcado me somete una y otra vez a sus opresiones sistémicas ejercidas mediante bocas desdentadas, desde cuerpos ajados y con peste a vicio.
No es, aunque lo parezca, la envoltura lo importante. Sino la determinación que los años otorgan a estas gentes lo que resulta insoportable. Esa brecha generacional lava su conciencia, permitiéndoles ser, si cabe, más coercitivos.
En entornos seguros, respondo al señor incómodo que dice «niña bonita» un brusco: «señor feo». Pero no siempre se puede arriesgar. Y callar a veces quema. En el orgullo, en la autonomía, en la identidad.
MUERTE AL VIEJO VERDE.
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