28 de abril de 2019

Rebosa la mierda

*AVISO DE CONTENIDO* Esta entrada habla de depresión y otras cosas feas.

La primera vez que quise morirme tenía 11 años. Me dio un ataque de ansiedad porque me encontraba radicalmente fuera de mi zona de confort y sin ningún poder para cambiarlo.
No voy a contar aquí mi historia clínica porque se me va la mañana, sólo quiero dar ese dato para ejemplificar algo que se me ocurrió ayer mientras le daba a mi madre uno de los pocos ataques de pánico que ha tenido en su vida. En ese momento, mientras hiperventilaba y gritaba, pensé que le faltaban herramientas para gestionar esa emoción; pero también que era afortunada por no tenerlas. Si yo ya no hiperventilo durante los ataques de ansiedad es porque he pasado muchos como para saber que no me voy a morir.

En medio de la crisis, gritó: «¡¡Ay no!! ¡Me quiero morir!» Mi madre, la que ha mirado hacia otro lado durante mis varios intentos de suicidio. Todes hemos pensado en matarnos alguna vez. Y pensé que la diferencia entre alguien neurotípique y quienes nos diagnostican con TLP o depresión es la frecuencia, y quizá intensidad, de esas ideas.

Tranquis, que esto no es una llamada de socorro sino un esfuerzo por sensibilizar.

A mi madre, como al común de los mortales, esas ideas se le pasan por la cabeza en situaciones contadas a lo largo de una vida: pasan años entre un episodio y otro. Quizá solo una vez. Algún ser extraordinario me he cruzado que había superado los 40 sin pasar por ello. Hasta que pasó.

A mí, y supongo que a muchas personas catalogadas con trastornos como ansiedad o depresión, se me ocurren pensamientos ultra-negativos en casi cada contratiempo que enfrento.

Ahora un poco de psicología para entender... ¿Qué es una idea? ¿Qué es un pensamiento? Las personas no venimos al mundo llenas de ideas.

Las ideas son creencias sobre cómo son o deben ser las cosas. Los pensamientos están asociados a esas ideas, pero dependen de la situación. Por ejemplo: "Las personas pueden ser buenas o malas" es una idea, "ser honeste es bueno" es otra idea. "Mi amiga fue mala porque me mintió" es un pensamiento.

Las ideas se aprenden. El lenguaje y la cultura está inevitablemente ligado a nuestra formación de ideas. Las experiencias condicionan cómo enlazamos estas ideas a pensamientos. Por ejemplo: si culturalmente "la familia es un espacio seguro" es una idea que se transmite, pero tu hogar era negligente o abusivo pues igual acabas desarrollando pensamientos como "no merezco tener familia" o "las familias no son espacios seguros". Porque la mente trata de razonar alrededor de la experiencia como mejor puede.

Además, las ideas y pensamientos están profundamente ligadas a las emociones y a la conducta. Es un ciclo que va más o menos así:

Siento X (tristeza) <---> Pienso X (mi amiga no me ha venido a visitar) ---> Me comporto X (escribo)

En algún momento hay una respuesta fisiológica (llanto).

En este ciclo cabe notar que la relación entre lo que pienso y lo que siento no es unidireccional. A veces nuestras creencias retroalimentan emociones desagradables. Si me empeño en creer que "todas las personas buenas hacen siempre lo que se espera de ellas", con razón voy a sentir cosas desagradables cuando, como todo el mundo, me equivoque alguna vez o necesite trazar límites por mi propio bienestar. 

También importa destacar que de lo que siento y lo que pienso a lo que hago no hay un solo camino. Hay muchos. Yo puedo estar triste porque no ha venido mi amiga y escribir en un diario, salir a pasear, pintar, llamar a mi amiga o verme con alguien más. Ser consciente de esas posibilidades es la vía de escape de muchas emociones desagradables.

Hay veces, sin embargo, que ya se ha recorrido el camino de ida y vuelta cien veces.

En ocasiones hago la tarea de saber lo que siento, analizar lo que pienso -más o menos, porque esta tarea se puede volver obsesiva y es mejor no abusar de ella tampoco, y observo que las rutas de acción a mi alcance no me convencen. En esos momentos, suelo optar por el mal menor para dar salida a tanto dolor. Porque si se acumula dentro se avecina algo peor. 

Disociación, pánico, paranoia, explosión.

La comunicación de mis emociones es como una olla a presión, deja salir el vapor para que no estalle. Si sale humo, es porque dentro hay miles, millones de pensamientos y emociones chocando entre sí, quemándome viva.
Trato de tener cuidado y apuntar bien. Silvar en la frecuencia correcta.

Si sale mierda por mi boca, si mis palabras no son arcoiris y purpurina... IMAGINA. Por un segundo imagina lo que hay dentro. Yo sé perfectamente que NO TODO es malo. Pero hay TANTO malo que rebosa. Las experiencias no se resignifican en un año. Los pensamientos no se reestructuran en un mes. Las creencias no se cambian en un día.

La cultura del optimismo obligado es violenta y capacitista. Ideas como que "es mejor estar siempre feliz" y que "expresar críticas sobre una situación empeoran la situación" invalidan mis emociones e ignoran mi incapacidad de reestructurar pensamientos más rápido de lo que ya lo intento. Cuando estas creencias las expresan -además de tazas de desayuno, imágenes de instagram y agendas cursis- las personas de mi entorno en forma de pensamientos como: «no te esfuerzas en ver las cosas buenas» o «tus quejas constantes nos arruinan el día a todes» se materializa como una amenaza velada hacia mi red de apoyo si no logro acomodarme a las expectativas imposibles de optimismo constante.

Tengo derecho a expresar cómo me siento. Y los pensamientos asociados a esa emoción.
Aunque sean emociones desagradables o incómodas.
Incluso cuando ocurre con mucha frecuencia.

Soy muy consciente de que no es agradable, MENOS LO ES PARA MÍ SENTIRME ASÍ.
Pero peor sería guardármelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario