24 de septiembre de 2020

El BDSM es político

Ayer publiqué una traducción resumida de la publicación de @karada_house sobre la conexión entre algunos comportamientos BDSM y su contexto sociopolítico. La publicación original fue tan controversial que sus oponentes la reportaron suficientes veces para lograr que Instagram la retirase de la cuenta berlinesa.

So You Say Your Kink Is Not Political
[Oprime aquí para ver el afiche completo]

Para mí, en cambio, verla fue una bocanada de aire fresco en un ambiente que huele a rancio de tanto que se repiten (como en todos los activismos) algunas consignas sin mente sobre su significado.

Si no es consensuado, es abuso.

No es abuso porque es consensuado.


La primera vez que fui a un evento bedesemero 
tenía 26 años y había practicado inconscientemente al menos desde los 18 actividades relacionadas con el masoquismo, la sumisión y la restricción de la respiración. Sin acuerdos ni contratos, con límites poco claros. Como imagino que inicia tanta otra gente, siendo el nuestro un entorno donde sólo existe UNA sexualidad válida, visible y posible. Estaba emocionada de haber encontrado un marco teórico para dar a mis deseos una base más segura de exploración. Aunque, también, bastante nerviosa por entrar en un mundillo que guarda con celo la puerta a su comunidad y los conocimientos que ésta ofrece.

Una amiga de la universidad me acompañó al Munch [tertulia kinky] en La Pastelería (mítico local de la escena madrileña). Allí, les novatxs fuimos el centro de atención en la agenda del día; costumbre kink que también cabe evaluar, esta idea de ir siempre a por la carne fresca. Querían resolver todas nuestras dudas con atención para mostrar que esto era un espacio de acogida. Decepcionamos, pues en cuanto a prácticas se refiere teníamos pocas inquietudes. Autodidactas ambas. Sólo una cuestión interesó a mi compañera, tras apreciar lo heteronormado y rígido de los roles que se performaban. Preguntó amable y cautelosamente: «¿Hay aquí alguna sumisa o dominante que se considere feminista? ¿Cómo compagináis el BDSM con esta postura?»

A lo que, la misma señora que nos había acogido como pupilas, nos respondió tajantemente y con dureza en la mirada: «aquí se viene a jugar y a disfrutar, no hablamos de política». Por educación, esperamos hasta el final de la reunión. Pero salimos decepcionadas del entorno y con pocas ganas de regresar otro día a la fiesta que nos habían invitado.

Han pasado 4 años desde entonces y, pese a que esta anécdota no es ni de cerca el único choque que he tenido con la mirada antigua y proteccionista de la comunidad, mis exploraciones del BDSM sólo se han profundizado. Desde la experiencia en relaciones íntimas y fiestas hasta talleres y cursos; sigo aprendiendo de esto porque es una parte integral de mi identidad que quiero entender. El olorcillo a macho no ha logrado espantar mis ganas de explorar, tan bien cubierto como está -quizá en teoría más que en práctica- tras una buena dosis de flexibilidad en los roles de género y la protesta de que «ya nos cuestionan bastante desde fuera como para abrir cajones de Pandora dentro».

La mirada sexológica me ha servido para no cuestionar por qué me gusta lo que me gusta y entender que los deseos -aunque estén fuera de la norma- no son patologías en sí mismos ni síntomas de ellas. Como dice Amezúa, confío en que hay más deseos cultivables que problemas tratables.


Sin embargo, hay una experiencia en mi vida 
que me puso a dudar de todo lo que sabía. Del poliamor, del feminismo, del BDSM y sobre mí misma. Una experiencia que creó en mí temores nunca antes sentidos. Una relación llena de manipulación y abuso emocional con la persona con quien más he compartido de mi erótica alternativa. Al terminar, una duda se repetía incesante en mi cabeza: «si yo hice todo con conocimiento, consintiendo, consensuando y hasta pidiendo más... ¿Por qué a ratos sentía un miedo que no había dado permiso para experimentar? ¿Por qué expresar mis límites ante esta incomodidad no interrumpía la dinámica?»

Pasé varios meses interiorizando la impotencia y la culpa que promueve el discurso oficial: «si consientes, apechuga con las consecuencias», oído incluso en los eventos diseñados por renombradxs activistas para atajar la crisis y el escándalo tras el destape de múltiples agresiones y transgresiones internas. Encontrando insuficiente el argumento para entender mi propia herida, he tenido que ir más allá del rechazo a cuestionar mi deseo. He leído argumentos contra el BDSM de feministas radicales con quienes no estaba de acuerdo. Al final, entendí que lo que faltaba era el contexto.

¿Podemos consensuar libremente siendo sujetxs de un sistema desigual?

Y, si no se puede, ¿acaso no merece la pena tener esto en cuenta para cultivar con pleno conocimiento nuestros deseos? 


Un ejemplo:

Mi espacio de exploración erótica favorita es el llamado Consensual Non Consent o Rape Play. No he ido tan lejos como para escenificarlo con extrañes; pero en la cama, resistirme es lo que me pone.

¿Es posible que acepte de manera informada entrar en estas dinámicas si no soy consciente de la cultura de violación que me rodea? ¿Puedo consentir a juegos de pelea para evitar que ser penetrada por la fuerza con hombres que crecen en un contexto donde se positiva y romantiza -desde Hollywood hasta el porno- quebrantar los límites de la sometida sin que ella quiera? ¿Puedo estar igual de segura que se respetarán mis límites y safe words en un país con 50 violaciones/día que en otro donde el acceso carnal violento es menos probable gracias a creencias y legislaciones disuasorias?

Yo creo en mi autonomía -aunque cuestione la libertad humana en general, gran tema para otro día. Y por ello pienso que puedo efectivamente tener agencia sobre mi deseo y sobre los actos que realizo para materializarlo. Sin embargo, estoy segura que para llegar a acuerdos prácticos con otra persona que comparte este inescapable contexto de desigualdades sistémicas (en cuanto a género, pero también clase, educación, capacidades o raza) es imprescindible informarme y pensar sobre ellas. Tener las desigualdades en cuenta a la hora de crear límites que me alerten cuando una persona en situación más privilegiada ejerce su poder para oprimirme, en vez de para buscar el objetivo común de satisfacernos. Y sé que había aspectos de la relación arriba descrita en donde mi consenso no era válido, porque estaba informado por una romantización del vínculo y una expectativa de equidad falsas.

Ahora bien,
si tener perspectiva de género al practicar BDSM me hace una paria de la comunidad, bienvenido sea. Esto hay que tenerlo en cuenta antes, durante y después de jugar.

Si tú prefieres no pensarlo porque te hace sentir incómoda, es tu riesgo asumido. Yo no compro un kink que acalle debates políticos como algo sensato, ni mucho menos seguro.

Si te parece que visibilizar a través de ejemplos de abuso la necesidad de politizar el BDSM sólo sirve para reforzar estigmas y nada más, lo siento. No estoy de acuerdo. Yo sé que mi discurso no patologiza ni moraliza la alteridad. Es la parte de la normatividad hegemónica que hay todavía enraizada en las prácticas lo que problematizo. Hay que mirar al monstruo de frente para abatirlo. 

Si esperabas que una publicación de Instagram te explicase todo esto, quizá es hora de reajustar tus expectativas. La publicación plantea de forma sencilla distintos panoramas en los cuales el BDSM puede ser político; para roles y juegos diversos. Yo aquí doy otro ejemplo. La tarea de profundizar en el debate es tuya, si quieres aceptarla y lo consideras relevante a tu práctica.

Y si pretendes que ceda ante presiones del tipo: «sabemos más que tú porque tenemos más experiencia y tienes que escuchar la voz de nuestra autoridad», no has entendido nada. Esta brat es difícil de domar. 

Besitos.