19 de septiembre de 2019

Golfa


La canción de Extremoduro con ese nombre fue mi himno de juventud y juerga (farra). Antes que poliamorosa fui ninfómana y puta.

Me han dicho que yo no era bi, sino viciosa y me lo he tomado a mucha honra.

La letra escarlata la he llevado como una capa.

Porque las mujeres en lo que respecta a nuestro deseo erótico podemos ser santas, dejarnos someter por la culpa y ser estigmatizadas, o empoderarnos y defender el puterío a capa y espada. Utilizando la cosificación de nuestros cuerpos para nuestro beneficio.
No hay punto medio.

Y una vez allí, en el rol de guarra, tampoco hay posibilidad de marcar límites sobre nuestros cuerpos. Porque, ¡qué confusión! ¿Acaso no eras tú la mujer liberada y abierta a todas las propuestas?

¿No eras la rockera a la que le gustaba el exibicionismo, los azotes y mordiscos?

Sí, pero cuando yo digo.

¿Cómo? ¿Que no puedo poseerte como el objeto de deseo que he creado de ti en mi imaginación?

No.

Pues qué mala. Mala poliamorosa. Estás abusando de tu poder. Retaliando. Estarás celosa. Eso es.

Mierda, ¿por qué me siento culpable? Yo creo saber lo que quiero, mis límites en cada momento. Pero en mi identidad de golfa se ha integrado el deseo de complacer como forma de satisfacerme. ¡Vaya lío! Cuando la zorra tiene como narrativa la sumisión y la autonomía al tiempo... ¿Qué hago ahora con mi sexualidad?

Sigue siendo como una muñequita que dice a todo que sí.

¿Y si no? Porque no estoy segura que eso fuera nunca así...

Nunca conciliarás tu necesidad y tu deseo.

6 de septiembre de 2019

Mi padre y tú



Sólo dos personas en mi vida me han hecho tanto daño. Mi padre y tú.

Nunca creí que fuese a hablar de esto. Me he negado que hubiera nada que decir. Es innombrable, no merece un aliento. ¿Cómo se llama tu padre? ¡No sé ni cómo se llama! "Bromeaste" más de una vez sin realmente abrirme un espacio para responder, pese a que te lo había dicho varias veces.

Y ese día, con el punki de asilo, que dijo no tener padre ni falta que ha hecho, el relato tomó sentido. No quise hablar de ti en una primera cita. Pero sí de él. Por primera vez, explicando mi experiencia de consumo, cuando me preguntó: pero, ¿por algo sería? no quise culparme a mí. A la luz de todos esos nuevos conceptos sistémicos, el after-glow de la película mid-90s y las reflexiones sobre el impacto traumático de un abuso emocional del que no acabo de salir todavía, mi narrativa de siempre perdió todo el sentido. Es que yo a los 11 años desarrollé un trastorno alimenticio, a los 13 empecé a tragar anfetas para adelgazar y cuando ya estaba teniendo convulsiones en el suelo de las sobredosis y la malnutrición, el insomnio y la ansiedad degeneraron en consumo de otras sustancias y con suerte sigo viva. 

No.

Es que mi padre abusaba emocionalmente de mí y de mi madre, crecí en la inseguridad de un hogar en permanente conflicto, entre sus gritos y llantos. Las veces que intenté defender a mi madre y a otras personas de su violencia verbal, mi padre me agredió físicamente.

¿Por qué, si entiendo claramente que el niño de la película -o los niños que atendía Quibdó- no son responsables de su situación, me he culpado a mí misma siempre? ¿Por qué, si está claro que un niño o niña de 10 años "diagnosticado" con depresión, ansiedad, ADHD, o cualquier otro supuesto trastorno sólo está somatizando las crisis de su entorno relacional, yo nunca miré qué pasaba fuera? ¿Por qué nadie, en 10 años de terapia, me ha ayudado a ver esto?

Vivimos en un mundo individualista de mierda donde es más fácil darle a alguien pastillas que encontrar una solución colectiva. Los hechos son que antes de mi primera pastilla para adelgazar mi padre me había repetido con frecuencia (desde los 8 años por lo menos) que si no hacía ejercicio me saldría barriga como a él, un señor de 40 con una panza inmensa y obsesionado por hacer dietas y ayunos.
Inseguridad, ergo, maltrato.
Lo decía en ese tono de "broma" que no tiene en cuenta ni el contexto patriarcal en que existo como mujer, bombardeada por mensajes sobre cómo debía verme para complacer; ni el efecto inmenso que genera la opinión de un ser querido sobre la auto-estima. Mira, tú.

La primera paliza fue a los 14 años. Nunca me sentí una víctima de mi padre, porque enseguida marqué límites a nuestra relación. Si me vuelves a hacer daño, te mato. Tras la segunda paliza, dos semanas después, no le volví a dirigir la palabra en dos años.

La última vez que me puso la mano encima hace apenas 6 años. Yo ya tenía 22 y aun así su mano en mi cuello y el grito de ¡te voy a matar aquí mismo! me convenció que lo haría. Las veces que, desesperado, ha hecho amagos de estrellarnos a mi madre y a mí yendo en coche por la carretera no las puedo ni contar. La última, entre gritos y llantos, resistiéndose a dejar ir los despojos materiales de nuestra familia fue en el 2016. Ese día, además, casi pega a mi madre con una mesa y tuve que amenazarle con llamar a la policía.

Pero mi padre también me cuida. Se esfuerza por complacerme atendiendo mis necesidades materiales. Solía insistir que recordase cómo nuestra relación también fue buena, cuando jugábamos en mi infancia o hicimos algún viaje. Cubre con cariño las necesidades materiales que explicito, y cada vez aprende mejor a escucharlas en lugar de hacer lo que él cree que prefiero. ¿Quién nos ha metido en la cabeza que el maltrato es feo y malo todo el tiempo? Las etapas de cuidados pueden durar meses entre episodios violentos. ¿Quién os ha dicho que vais a ver algo más que el lado lindo de una relación si no estáis dentro?

Mi padre dice que me tiene miedo y que le duele mi distancia. Que no sabe cómo comportarse conmigo para hacer las cosas bien y sin que me enfade. Que le asustan mis gritos y no puede tolerar el daño que le hacen. ¿Te suena? Mi padre y tú os parecéis. Menuda comedia freudiana.
Mismo discurso, menos educación, otra generación.

No más. Basta ya.

No hay aquí juez ni verdugo. Solo heridas muy profundas que sanar. Creo que esto me trasciende y va más allá de ti y de mi padre. Por eso, lo intento y me desbordo al callar. Ni quiero ni puedo sola.
¿Activismos, dónde estáis?