21 de mayo de 2020

No puedes elegir la anarquía relacional tú sola

Una gran amiga, mi única confidente en el complejo tiempo que pasé en Quibdó, me preguntó el otro día algo que para mí estaba resuelto hace tiempo. Caí en cuenta que no es un mensaje presente de forma obvia en lo que contamos habitualmente sobre las no-monogamias consensuadas en los espacios de divulgación, de ahí la duda y la necesidad de escribir esto.

La cuestión era la siguiente: ¿cómo puedo yo relacionarme de acuerdo a mi orientación relacional si es diferente a la de la gente que me rodea?

Con esa inquietud, mi amiga le asestó un golpe mortal a uno de los presupuestos más grandes de toda la teoría poliamorosa. Que la red afectiva está ya ahí. Omnipresente. Con los mismos deseos y expectativas que tú. Y el único trabajo que nos queda es gestionarla.


Le respondí que, en resumen, no puede. Uno de los mayores retos de la anarquía relacional, en este caso la orientación con que ambas nos identificamos, es cómo el entorno se configura una y otra vez para encasillarnos en las etiquetas prescriptivas de las relaciones afectivas. Si bien intentamos reiteradamente construir vínculos eróticos y platónicos que no escalen los hitos tradicionales, ni quepan en categorías concretas o queden en jerarquías; finalmente nuestros esfuerzos son anulados por la mirada externa. Al instante que alguien nos nombra solteras, casadas, novias de, sólo amigas, etc., se invisibiliza cualquier ejercicio contra-normativo que estamos poniendo en práctica. Queda en una burbuja, real exclusivamente para quienes estamos dentro de ella.

A veces, esta burbuja es suficiente... Si tenemos la suerte de movernos socialmente casi sólo dentro de ella. Quizá nos conformamos con saber que nos reconocen en los espacios importantes para nosotres. Pero la mayoría de nosotres interactuamos con contextos normativos (ya sea el trabajo, la familia, amistades "de antes" o círculos de intereses compartidos al margen de lo cuir).

Además, estos juicios de valor respecto a nuestras redes también se dan dentro de la propia comunidad poliafectiva. Ya que no siempre compartimos los mismos ideales, contarle a una persona que prioriza sus relaciones sexoafectivas sobre las platónicas que nada ha cambiado entre vosotras porque ahora metas a alguien en tu cama (pero no a ella) es inútil para evitar que se sienta desplazada. Porque, simplemente, no lo vive de la misma manera.

La única solución es individual, y entonces bastante precaria para llegar a ese supuesto paraíso de amores múltiples y redes de cuidado horizontales del que hablan los textos. Yo, por cuenta propia, puedo elegir -como dice la Vasallo- fijarme en la forma como me relaciono. Si creo que la anarquía relacional va de honestidad, equidad, consenso, autonomía, etc. entonces puedo aplicar eso a todos mis vínculos importantes. Esto es mucho más complejo de lo que suena. Tendré que decidir, por ejemplo, si estoy dispuesta a dedicar tiempo para dar a mi amiga monógama el mismo nivel de atención que recibe el tipo con quien follo delicioso; aunque luego ella no haga lo mismo por mí tan pronto tenga novio. Porque sus acciones no puedo controlarlas.

Aunque hay algunos textos sobre la dificultad de conciliar asimetrías en relaciones donde una persona no es exclusiva y la otra es monógama, con esta reflexión le apunto a algo más allá. ¿Es la propuesta poliamorosa que cada quien invente su propia ecuación individualista para ajustarse a sus necesidades, deseos y contexto? ¿O es el poliamor una proposición filosófica para una experiencia afectiva colectiva diferente -más ética?

Durante la historia escrita del movimiento, se han presentado sin una clara diferenciación ambas versiones de esta idea poliamorosa que resultan contradictorias en la práctica. Morning Glory, Debora Anapol y Franklin Veux con Eve Rickert apuntaban hacia un nuevo paradigma de las relaciones; unos principios morales que nos guiarán a sufrir menos y conformar comunidades conscientes de la responsabilidad conjunta de nuestros actos. Mientras que Dossie Easton con Janet Hardy y especialmente Meg-John Barker han abogado por el deseo particular y la construcción de relaciones a la medida. Esta disonancia cognitiva, en el centro de lo que es o "debe ser" el poliamor, se filtra ahora indiscriminadamente en el discurso pedagógico de nuestras comunidades activistas. Un tira y afloja imposible de conciliar entre la libertad y la responsabilidad. Entre yo y nosotrxs.

Voy a aventurarme a aportar mi humilde granito de arena a la balanza, para desequilibrarla hacia donde considero que debe inclinarse. No hay poliamor sin red. Por más que nos empeñemos en insistir que esta orientación relacional es algo que podemos elegir solxs; una identidad más que emplear estratégicamente para asociarnos o diferenciarnos según convenga. Aunque la práctica de las relaciones no exclusivas me parece en sí misma y con toda su diversidad intrínsecamente válida; si la no-monogamia consensuada resulta ser simplemente mi deseo individual de explorar afectos múltiples regidos por mis valores subjetivos pero desarticulados del contexto, perdemos de vista todo el potencial político del acto. Ignoramos que lo afectivo está irremediablemente atravesado por estructuras de poder. Y, si bien reconozco que muchas personas no quieren ni necesitan involucrar en sus relaciones íntimas la subversión del statu quo, pienso que se debe a ostentar una situación privilegiada que no les requiere replantear las dinámicas de opresión intrínsecas. Pues no son ellos quienes salen perjudiciados por la desigualdad. Así, si el poliamor avanza, que lo haga con la perspectiva de servir para reformar desde su base más primordial la sociedad. Desde todas y cada una de nuestras relaciones interpersonales.

Termino con esta anécdota. Ayer, en una entrevista me preguntaron si consideraba que todas las personas debían ser poliamorosas. La respuesta oficial y políticamente correcta que hemos dado las comunidades ha sido casi siempre que no, que mientras exista la opción de escoger conscientemente la monogamia es igual de válida como orientación relacional. Sin embargo, puesto que llevaba parte de este escrito ya avanzado, me costó responder honestamente ese vómito automático de dogma sin cuestionar. Porque, ¿es realmente posible que alcancemos la propuesta política poliafectiva en una sociedad que se relaciona con nosotres desde la monogamia? Resolver esto, si no ha quedado claro todavía, lo dejo para otro día.

7 de mayo de 2020

Vergüenza - Mi denuncia de agresión en una comunidad poliamor

Antes de comenzar, quiero aclarar que no busco con lo aquí dicho imputar culpas ajenas. Lo hecho, está. Reconozco que fue complejo para todes y equivocarnos fue normal. Simplemente, una vez más, deseo recuperarme poco a poco del miedo a hablar; secuela obvia de estos procesos comunitarios de co-responsabilidad tan precarios.
Y, ojalá, que nos sirva para hacerlo mejor en adelante. Porque si nuestros espacios seguros funcionan, nuevas denuncias vendrán. Denuncias que es nuestra obligación atender con la preparación adecuada, cuando promovemos utopías fundamentadas en principios colectivos tan concretos.


En estos días hablé con alguien a quien guardo en la más alta estima. Ella acogió toda mi rabia y mi dolor cuando no sabía dónde ponerla. En un momento en que los mensajes que me llegaban por todas partes negaban, dudaban o culpabilizaban mi postura ante la situación; ella reflejó desde su propia experiencia mi derecho a sentirme como quisiera y a reclamar ocupar un espacio vital.

Juntas, nos arriesgamos a arrancar las costras de nuestras heridas para reivindicar un valor compartido de justicia y reparación. El apoyo mútuo nos otorgó la valentía y la fuerza para hablar. Y así, contamos la historia de cómo habíamos sido agredidas por la misma persona durante nuestra relación íntima con él.

Una persona que, además, ostentaba una posición de reconocimiento dentro de una comunidad con principios feministas; lo cual sumaba a nuestra preocupación por callar, a riesgo de darle alas para seguir atrayendo víctimas.

En fin, el proceso fue harto complejo. Tras tremendos esfuerzos de mi parte, de la suya y de la comunidad: encontrar recursos sobre la gestión de rupturas del consenso en espacios seguros, contar de forma clara las agresiones físicas y emocionales, plantear los dilemas morales, crear un tribunal de pares... Logramos lo que pareció una solución consensuada pero que a todas luces hacía aguas.

Pese al acuerdo consensuado de vetar a quien nos había agredido del espacio colectivo, continuar con las actividades acordadas conjuntamente para el resto de la comunidad se volvió prácticamente imposible. A mi parecer, por falta de motivación y compromiso. Nunca sabré la razón real porque no me la contaron. Yo tampoco pregunté. Pero queda en mí cierto rencor al argumento de sentíamos dolor respecto a la ruptura del equipo; puesto que a mí también me abrumaban la pérdida y el daño vividos, más no por ello me desentendí de mi responsabilidad a la comunidad. Particularmente, seguí trabajando pese a sentirme todavía en peligro al tener a alguien muy cercano a mi agresor formando aún parte del espacio; vulneración en la que nadie más pareció reparar en ese momento. Admitidamente, cada quién tiene sus prioridades.

Aclararé, también, que en retrospectiva siento que fui coaccionada en un momento de extrema debilidad emocional y tras expresar varias veces que no me sentía capaz de saber lo que era mejor para mí y por eso había pedido ayuda a confirmar que mi deseo en calidad de "líder" del equipo (como resultado del tribunal) era el veto. Considero esto un comportamiento harto irresponsable hacia una víctima. Ejemplo de la falta de competencias o ganas de asumir responsabilidad colectiva sobre los valores que predicamos.

Así las cosas, fue bien sencillo empezar a sentir infinita culpa cuando me llegó el primer comentario tipo: finalmente lo hicimos por ti, Alba, junto a las evidencias de un equipo desganado. Culpa por haber abierto la boca. Por no haber dicho o hecho las cosas de otra forma, más amable o simpática. Por no haber tenido constantemente en cuenta los deseos y emociones de todas las personas involucradas. Aunque todo lo que leí insistía que las víctimas primero, sentí que me castigaban con su abandono al proyecto por haber obtenido justo eso. Culpa por haber roto yo esa cosa tan fantástica que teníamos antes. Buena para otres, claro está, porque a mí me servía de poco una comunidad que ni un mensaje de cómo estás después de las ordalías se digno a enviarme.

Culpa, al fin y al cabo, porque eso me había condicionado mi agresor a sentir cada vez que reclamaba que me tratase bien. Eso me dijo en su cocina el día que grité que me parecía insoportable escuchar un relato de su ruptura con ELLA, su expareja, quien me acompañó con tanto cariño a presentar esta denuncia, desde la posición de haber sido él víctima del silencio de ella. Mentira todo. Cien veces, contando esa, me repitió que yo hacía sentir mal a la gente a mi alrededor. Que les apartaba de mi lado con mi manera de ser y hacer las cosas. Si se comportaba(n) de una forma que me hacía daño, yo era responsable.

Desde hace meses, desde que el equipo de Poliamor Bogotá se desbandó, cuando hablo sobre esto escucho su voz. Son sus palabras las que me insisten que, ¡no! No tiene que ver con que la gente tuviera otros intereses más acuciantes ya antes o que el compromiso de presenciar en la práctica el compartir de los dolores además de los placeres espantó a más de unx que estaba ahí por la diversión. ¡No! No es que fuese más sencillo ver en pantallas y libros las ideas que ahora tocaba presenciar en carne y hueso. Fui yo. Fueron mis palabras. Y me inundó la vergüenza y la culpa hasta cerrarme el pico. Me consta que lo que dije, y mi posterior silencio, le vinieron de perlas a algunas personas para salir sin cuestionamientos de un espacio en el que hacía tiempo estaban con medio pie fuera. De nada.

Y ahora, nuevamente gracias a ella y su aceptación a mi versión completa y admitidamente subjetiva de las cosas, hasta hoy voy a hacerle caso a esa voz odiosa. La la la la la. No te oigo más.

Dos enseñanzas me quedan de esto:

La primera es que yo también puedo hacer daño a la gente que quiero. Y a la que no amo, supongo. No niego esto. Sobre ello, sólo puedo insistir en mi disposición a estar presente para escuchar, para comenzar medidas de reparación con quien así lo desee. Quiero hacerme responsable de las emociones que causen en otres mis palabras. Claro está, esperando que esa intención sea mutua en caso de requerirlo.

Pero no seguiré cargando la vergüenza y la culpa por algo que decidimos todes en el ejemplo que describo: dejar de cuidar(nos) y de comunicar(nos).

La segunda es que juntarnos entre mujeres, especialmente si son aquellas que han pasado por lo mismo y conocen de primera mano la experiencia que has vivido, tiene poder para lograr cosas inigualables. Quizá nunca sabré cuántas posibles víctimas se salvaron gracias a lo que ella y yo contamos. De lo que estoy segura es que el cambio que surtió en mí el ejemplo de saber posible reclamar un espacio seguro (en vez de ser yo quien cedía, callaba con miedo y aguantaba seguir viviendo sus agresiones y peticiones de cercanía pese a mis reclamos más explicitos por espacio) ahora se refleja en que soy una mujer más convencida si cabe de mis principios feministas.

Y yo, en nombre de esos esfuerzos individuales y colectivos que hicimos, prometo seguir abriendo espacios para que otras mujeres puedan plantar cara a sus agresores. Aunque sea, como hago aquí, a las voces que de ellos quedan en nuestras cabezas por el trauma. Asustadas, pero amparadas por una red que nos cree y nos acompaña.