2 de octubre de 2017

Del abrazo al beso

Soy célibe desde hace seis meses.

Al principio lo sentía como una carga, algo que debía remediar. Buscaba, como agua en el desierto, personas que me atrayeran suficiente para dar el paso. Frustrada por la aparente ausencia de candidates «viables», de iniciativa por las otras partes, de gente suficientemente lo que fuera [guapa, inteligente, poliamorosa, feminista...].

Con el tiempo, empecé a cuestionarme por qué. ¿Por qué sentía la consumación sexual como una obligación? Sin darle muchas vueltas ni encontrar una respuesta más clara que: una mezcla entre la expectativa social y la necesidad fisiológica, comencé a quitarle peso al asunto y dejar de lado esa búsqueda.

Así, cuando llegaron oportunidades de acostarme con personas, las valoré desde una óptica completamente distinta que hasta entonces. En lugar de asumir mi necesidad como algo absoluto, la reflexión anterior me había hecho caer en cuenta de la carga cultural que me impulsaba anteriormente a consumar como algo predeterminado y no cuestionable.

Y me encontré en varias situaciones de las que he aprendido a raíz de ello.

He tenido que superar la vergüenza y el miedo a hacer daño a alguien que quiero profundamente, al decirle que no tengo el deseo de que nuestra relación pase de lo afectivo a lo físico. Sabiendo que ella sí sentía deseos de llegar a una intimidad física conmigo. Dudando, en todo momento, si se trataba de ella (no me atraía) o de mí (si tal vez había perdido mi libido o le había cogido miedo a la intimidad).
Y de esta manera, descubrí que se puede sentir amor sin que haya sexo.

Me he encontrado múltiples ocasiones sintiendo fuerte rechazo por el contacto físico o los avances de hombres. El aprendizaje feminista, junto con el cuestionamiento anteriormente mencionado respecto a asumir la imposición del sexo como lo obvio, lo natural, lo lógico, el paso siguiente deseable en una relación entre dos personas que se tienen afecto... Me ha llevado a estar tremendamente a la defensiva hacia comportamientos normalizados en el género masculino durante el cortejo (e incluso la cotidianeidad).
Me he desesperado ante los avances de amigos interesados en «algo más», cuando no me atraían ni me interesaba y había explicitado tal cosa múltiples veces.

Por ejemplo, no soporto que me toquen los hombros o la cadera en una fiesta para hacerme a un lado mientras pasan. En general, el contacto no consensuado por cualquier hombre que no tenga bastante familiaridad conmigo me pone los pelos de punta. Y digo hombre porque las mujeres somos, en general, menos dadas a establecer un contacto físico no buscado o consensuado con personas que no conocemos.

En definitiva, la carga cultural sobre la sexualidad es tan alta que pregunté a mi gurú sobre las dudas que este periodo me estaba generando. La respuesta: ¿Por qué crees que debes tener sexo?

Efectivamente, pienso que debo tener relaciones sexuales porque la sociedad me ha impuesto esa expectativa sobre la afectividad. Diciéndome que, de alguna manera, mis relaciones están más completas, son más verdaderas y consolidadas si incluyen un vínculo sexual. Puede que, químicamente, una parte del afecto se construya así (oxitocina y tal), pero no vamos a entrar ahora en eso porque ya hemos visto que no es imprescindible para que haya amor.

Entonces, ¿cómo desligarnos de esa carga cultural? ¿Por qué, cuando ya te quería antes, y había abrazos, se siente ese fuerte y brusco cambio al haber besos?

No lo hay, o no debería cambiar nada. La percepción del cambio de «estatus» en la relación es efecto de la carga cultural que acompaña a la sexualidad y sus expectativas de vínculo entre personas. Incluída la expectativa de exclusividad.

Estrechemos el salto entre el abrazo y el beso. Donde hay amor, la manera de mostrarlo es lo de menos.

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