28 de diciembre de 2018

La vida social de una ex-adicta

Esta entrada está dedicada a mi amiga J, de las pocas que tengo, por insistirme una noche de borrachera en que yo tenía una visión privilegiada del asunto y debía escribir.

La primera vez que probé una cerveza tendría cosa de 4 años y medio. Los españoles somos así. Mi padre estaba tomando una sin alcohol y me dieron un poco. Sabía a rayos.

Con doce años, ya era habitual que mi madre me dejase tomar Martini (el vermouth blanco) durante algunos aperitivos de sábado "especiales". Si salíamos fuera de casa o similar.

En mi 14 cumpleaños, uno de los regalos fue una botella de vodka Absolut. Por esa época, me encantaban las revistas de moda y lo que ahora se llama hacer scrap-booking con ellas en mis agendas escolares. Estaban plagadas de anuncios muy llamativos en los que distintos objetos simulaban la mítica forma de la botella. Yo los coleccionaba.
Ese día, mi amiga L y yo nos tomamos un copazo de vodka con limón en casa y salimos por primera vez a una discoteca. También fue la primera vez que me "enrollé" con un chico siendo consciente de mi deseo -y el suyo- para iniciar la acción.

La fiesta de Navidad del año 2005, con 15 años, fue mi primera tajada seria. El primer whisky J&B con Coca-Cola fue intencional. El segundo también. El tercero que nos sirvió el rubio de la clase a mi amiga E y a mí, más cargado que el camello de los reyes magos, fue por la inercia de la embriaguez y nos tumbó a las dos en un suelo pringoso de las pisadas y bebidas de otra gente.
El rubio tuvo que llevarme hasta el coche de mi madre porque no me tenía en pie. Nadie dijo nunca nada.

A partir de ahí, suma y sigue.

El 2 de abril de 2014 dejé de beber. Era cuestión de vida o muerte. Y la mejor decisión que he tomado en mi vida, seguramente.

Lo que no te cuentan en la clínica es que no solo dejas las drogas, sino también a la gente que las toma. 


El alcohol -y otras drogas, pero principalmente el alcohol- está sobrevalorado y, peor aún, legitimado como mecanismo de lubricación para la interacción social. Los entornos en los cuales se consume se consideran los más aptos para conocer, entablar, fortalecer e intercambiar vínculos.


La decisión de alejarme del alcohol, y por consiguiente de la tentación que implica frecuentar espacios de alto consumo, ha supuesto un reto inmenso en el mantenimiento de antiguas relaciones y creación de otras nuevas.

Mi amigo D, amante de la farra de miércoles a sábado, incapaz de pensar la socialización fuera del marco de «al menos unas cervezas» es alguien a quien hace ya un par de años que no veo. La familia, en su mayoría poli-toxicómanos sin remedio, no encontraron forma de adaptar «¿nos tomamos un café?» a su manera de interactuar.
Más allá de mi antigua red afectiva, por obvias razones similares a mí en su "afecto" por los psicoactivos, hay dilema a la hora de generar nuevos lazos. Sexo-afectivos o amistosos.

Piensa, ¿dónde has conocido a tu último ligue (en Colombia: levante)? ¿La última amistad nueva que has hecho, bebiste alcohol?

Clases de acro-yoga, paseos guiados por el monte, activismo social... Formas hay de conocer gente nueva. ¿Planes absemios? Cientos. Museos, charlas, viajes de un día, ¡todo lo anterior! Y si ya controlas, puedes ir a los mismos sitios que la gente que bebe: conciertos, farras, etc.

El reto: Ver cómo todo el mundo a tu alrededor empieza a dar bastante asco, a decir cosas estúpidas y sin sentido. En realidad, lo jodido de socializar sobria en lugares llenos de borrachos es que todes parecen demasiado gilipollas como para interesarte. Y lo difícil de hacer amigxs en un espacio sobrio es que simplemente no tenemos el guión social para hacerlo, porque hemos supeditado al alcohol nuestra capacidad de interactuar. Entonces, en el resto de contextos, estamos en pañales y sin saber muy bien cómo acercarnos a otros seres humanos cuando en realidad muchas veces basta con decir: «¡Hola!»

4 de diciembre de 2018

La guinda del poliamor

Traduciéndole a un amigo entradas de este blog he caído en cuenta que a veces no hago más que quejarme del poliamor. Como si no fuese mi elección.

Así que en honor a la buena racha en la que estoy (¡que dure!), y a la justicia, voy a a contaros algunas de las razones por las que -según mi madre- me complico así la vida.

Lo primero es que no podría ser de otra manera. No he sido monógama nunca. Siempre me sentí más cómoda en relaciones donde se sobreentendía la no exclusividad, incluso si eso significaba prescindir del compromiso y los cuidados. Jamás imaginé mi propia boda. En el par de relaciones de larga duración exclusivas que he estado, he engañado o me he sentido frustrada. Y, qué bonito es poder hacer lo que te pide el cuerpo-mente-espíritu sin sentirse culpable o atada por una moral cisheteropatriarcal y judeocristiana instaurada para castrar el deseo erótico femenino.

También, que compartido el amor se multiplica. Pocas cosas retroalimentan tanto mi ciclo de vulnerabilidad y fortaleza como conversar, con las personas que amo, sobre nuestras otras relaciones y los deseos ajenos ese vínculo. Es un ejercicio de intimidad y confianza. Aprendo a entender mis relaciones más allá de la pareja, viendo como personas que no siempre conozco enseñan a mis amores a querer más y mejor. Desarrollando afectos por gente que cuida a quien yo quiero, porque hacen felices a quienes me hacen feliz. Y, si tengo la oportunidad de conocer a estas personas, se expande mi propia red de afectos.

Me deconstruyo las inseguridades poquito a poco. Si mi amor desea a una persona admirable, hermosa, exitosa según todos los parámetros sociales, inteligente y capaz me cuestiono si puedo elegir entre envidiarla o desearla yo también. ¿Hay espacio en sus afectos para las dos? ¿Es realmente una competición? ¿Qué dice de mí que le gusten las personas así? En 3 años de poliamor he aprendido más sobre gestión emocional y manejo de mis propias emociones que en los 25 años de vida anteriores. La no monogamia consensuada es un doctorado en educación sentimental. Si quieres, claro. Las herramientas están ahí, puedes tomarlas y construir cada vez relaciones más saludables o volver esto una excusa para el consumo indiscriminado de cuerpos. Pero haberlas haylas.

Después está la visibilización de mis vínculos no sexuales. Desde la posición de una persona itinerante, independiente e hipersexual, el reconocimiento de mis relaciones no eróticas como parte esencial de mi red de cuidados ha representado un cambio de paradigma fundamental para sentirme anclada a una estabilidad emocional y afectiva.

Y, por fin, la comunidad que existe alrededor. Una comunidad que me nutre y alimento yo de forma recíproca con nuestras experiencias. Porque andar un camino que no está trazado es más fácil si sigues la senda de quien va delante.

17 de octubre de 2018

Duelos a medias

El poliamor es un camino de rupturas de medias tintas, de adioses que no se terminan de decir, de fingir que sigue habiendo algo que ya no está ahí.

Con esto del fluir siempre, de resignificar los finales, nos hemos vuelto incapaces de decirnos las verdades a la cara: «ya no te quiero»«ya no me importas»«no me apetece verte más».

No dependemos, pero tampoco soltamos.

Todo a medias. A qué poco me sabe la moderación a veces.
Mándame a la mierda.

14 de octubre de 2018

Dolor

Tengo la mala costumbre de escribir aquí solo cuando estoy desbordada. Dando la impresión de que las cosas van muy mal. No es cierto. Simplemente esto es una herramienta más de gestión para mí. Y, como cualquier herramienta, solo la empleo cuando me hace falta. Igual que no vamos por la vida usando taladros si no hay cuadros que poner, yo no escribo si no tengo mierda que procesar.

Dicho esto... 


Estoy harta. Muy harta. Esta semana he llegado a un límite emocional que hacía años no experimentaba. He tenido un ataque de ansiedad de esos gordos, de chillar y llorar hasta que se me caen los mocos. De verme sola y aislada de todo hasta tal punto que he pensado que nada de lo que hiciese en ese momento iba a importar. Lo más cierto es que no importa. Pero en el antropocentrismo en que vivimos, que no se sabe qué fue primero si el cerebro que se sólo se mira a sí mismo o la cultura que lo ensalza, el resultado es creernos que nuestra vida -la humana- es muy importante.

Muy importante para aceptar la muerte como un proceso natural.
Muy importante para reconocer que la extinción de algunos animales -incluidos nosotres- no significa el fin de la vida.
O quizá no es más que un rezago del instinto animal de superviviencia primigenio vuelto racionalización.

Sea como sea...
Desde la aceptación de la trivial insignificancia de mi existencia que resiste el último impulso de conservación, he sentido mucha tristeza pero sobre todo un dolor muy profundo y punzante. Dolor de vivir en un mundo donde una persona pueda llegar a sentirse así. Ante el reconocimiento de que el detonante de esta disonancia tiene una causa muy tangible e identificable: la indiferencia o ignorancia de quienes me "conocen" sobre el proceso. El "no querer ver". Dolor ante el individualismo tan brutal que me rodea. Pena desgarradora de sentir que, por más vulnerable que he estado dispuesta a mostrarme hacia otres, la verdad fundamental es que cada quien está(mos) tan sumido(s) en su(nuestra) propia película de mierda que ya puedo yo derrumbar muros y abrir murallas... No voy a encontrar más que desiertos y fortalezas en otres.

Gente tan creída de su dolor que, al igual que yo, no hacen más que lanzar piedras desde sus respectivos tejados a cualquiera que parezca mínimamente una amenaza. Lo lamentable es que, desde esos lugares permanentemente a la defensiva, muy difícilmente se ven las banderas blancas. Mucho menos, en ese estado mental, te paras a actuar con la compasión natural que surge en las personas cuando ves a alguien heride que muestra abiertamente su dolor.

Y desde aquí, desde todo mi dolor, os digo que no puedo más.
Que nos merecemos todo lo malo.
Que la gente que encuentra el amor que llevamos dentro se pudre rodeada de tanta indiferencia. Porque no hay nadie a quien dárselo o no sabemos recibirlo.
Y a mí se me está agotando el aire entre tanta mierda.

29 de agosto de 2018

No lo entiendo

Confieso... Que no lo entiendo.

Construimos el poliamor sobre la premisa de que "una persona no puede dárnoslo todo", refiriéndonos a todos los tipos de cuidados: emocionales, psicológicos, económicos, intelectuales, sexuales, lúdicos, espirituales, etc.

Y mediante el poliamos, primero, deconstruimos el mito romántico de la obligatoriedad de nuestras relaciones a "hacernos felices", responsabilizándonos sobre nuestros propios procesos -ignorando bastante lo gregario de las sociedades humanas [pero bueno, esto os lo explico más tarde *].

Una vez deconstruidas (o destruidas), con una amalgama de ideas en la cabeza entre lo que Disney nos metió -ojo, demonizar estas películas es tan absurdo como lo del reaggeton, son producto y reflejo de la moral de la época- y nuestras enseñanzas ciber-feministas post-modernas nos atrevemos a probar esto de la anarquía relacional creyéndonos (¡ilusas!) que ahora tenemos herramientas.

Lo que yo veo aquí es un non-sequitur.
Veamos...
X: Una persona no puede dármelo todo,
Y: yo solita me basto y me sobro para obtenerlo todo*.
Ergo... Relacionarme con muchas personas es [inserta aquí tu razón para ser poliamor, ej.: más guay, el camino a la felicidad, políticamente interesante, etc.]

La realidad es que las personas nos relacionamos con otras personas exclusivamente para cubrir nuestras necesidades (¡Oh Dios mío! ¡¡Lo que ha dicho!!).

* Y ahora os lo explico. Vamos con una necesidad super básica y elemental. Comer. Alimentarse. Un ejemplo comúnmente dado en el poliamor sobre la autonomía es el típico: 
«Si tengo hambre, puedo quedarme sentada a esperar que me hagan la comida. O puedo levantarme y cocinármela yo. Encima, si lo hago yo quedará más a mi gusto». Redondo, ¿no? Pues no. 
Si tengo hambre, hay una diferencia comunicativa entre demandar, sugerir, pedir, recomendar, solicitar, acordar (os hacéis una idea) el cómo, qué, cuándo y dónde comer. Pero la verdad verdadera es que si tengo hambre, sola solita no puedo comer a menos que sea una granjera con muchísimas habilidades para el S. XXI.
Puedo no comer con nadie que conozca, pero voy a necesitar de algún humano para hacerlo. Es decir, desde el momento en que «me levanto» y decido cocinar voy a requerir de cientos de productos cuyos procesos han sido elaborados por otras personas (cocina/fuego, platos, cubiertos, alimentos, mercados) sin los cuales mi supuesta autonomía sería bastante jodida de ejecutar. Negar esto es invisibilizar la realidad de los procesos de interdependencia del ser humano. 
Si no me crees, vete sin dinero y sin equipaje al monte un par de días y ya verás qué rápido te acuerdas de que necesitas a otras personas para vivir.

Ahora bien, aceptado esto (espero), yo, tú y la vecina de enfrente nos metemos en el poliamor con un razonamiento un poco más cercano a esto:
X: Una persona no puede dármelo todo,
Y: yo a mí me quiero mucho, pero solita tampoco puedo proporcionarme casi nada de mis necesidades básicas.
Ergo... Relacionarme con muchas personas es una forma útil de cubrir mis necesidades si soy clara respecto a cuales son (qué expectativas tengo de la relación), y soy responsable con respecto a las expectativas que le genero a la otra persona para cubrir sus necesidades.

Aquí os oigo a todas rechazando este esquema tan utilitarista y poco romántico. Planteadme alternativas, las quiero.

El fallo de este esquema tan práctico... Bueno, tiene muchos fallos empezando porque a las personas se nos da fatal comunicar clara y honestamente nuestras necesidades y expectativas, ver la realidad de esta situación -y no caer en el mito de arriba, vulnerarnos hasta el punto de aceptar depender de otres explícitamente para estar bien, en fin. Pero el fallo que quiero comentar hoy es que las personas no somos desmontables.

No somos rompecabezas de seres de los que elegir, en cada relación, con qué parte quedarse y con cuál no. ¡Ay, esta me sirve! Esta no...

Entonces, a la hora entablar vínculos de acuerdo a la última conclusión, ¿es esto posible? Si yo trato de relacionarme con alguien porque, por ejemplo, hace muy buen pan y yo necesito comer hidratos de carbono el intercambio es relativamente sencillo. Hoy en día tenemos dinero, una herramienta -mejor o peor- para el intercambio de necesidades. ¿Perdón, cuántos dineros vale su pan? Listo.
En cambio, si lo que tiene alguien que yo necesito son afectos, compañía, estimulación intelectual, soporte emocional... Se vuelve más complicado. ¿Cuántos abrazos vale una sonrisa? ¿Cuántos halagos vale un buen polvo? ¿Me cambias tu consejo por unos espaguettis bolognesa, que me quedan de puta madre? Hemos comercializado algunos de estos bienes, puedes pagar a une psicólogue para que te escuche, a una puta para que te folle, etc. Pero eso no ha simplificado las relaciones. Solo ha dado a los cuidados un aire de facilidad e inmediatez. Y promueve la idea antes descrita de «todo me lo puedo hacer yo solita».

O peor aun, la idea de «yo no soy responsable de cubrir tus necesidades» independientemente de las expectativas que genere.

Pero, de nuevo, las personas no vamos por pedacitos. Si solo necesito el pan de la panadera, en el sistema socio-económico actual es fácil ver que no tendrá ningún problema en intercambiarlo por dinero y seguir con su vida como si nada. Como mucho tendrá la expectativa, inversamente proporcional al tamaño de la población en que nos encontremos (y no es casualidad), de una sonrisa y alguna palabra amable también.
En cambio, si me relaciono con alguien que cubre a las mil maravillas mis necesidades sexo-afectivas pero no cubre mis necesidades intelectuales, por ejemplo, la cosa se complica. Además del guión social que nos define las expectativas predeterminadas de ciertos tipos de relaciones, están los sentimientos que nacen -queramos o no- de compartir intimidades y vulnerabilidades con una persona. ¿Qué pasa si alguien cubre muy bien mis necesidades de salir a hacer planes culturales pero no me llena a nivel intelectual? Se lo suelto, y... ¿Que se apañe porque he sido clara con las expectativas que se puede crear?

De verdad, que pregunto porque aun no lo he resuelto.